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sábado, 3 de noviembre de 2012

Exposición #9

"Formación de Estado-Nación"


Los orígenes del Estado-nación

El Estado-nación constituye un modo de organización de la sociedad relativamente reciente en la historia de la humanidad. El surgimiento del Estado moderno puede situarse a raíz del Renacimiento, mientras que la conformación del concepto de nación, a pesar de formarse paulatinamente a lo largo de la época contemporánea, sólo se consolida a finales del siglo XVIII. El Estado-nación, propiamente dicho, surgió a principios del siglo XIX y alcanzó su apogeo en el curso del siglo XX. Sin embargo, a pesar de que este concepto tiene una acepción muy amplia y que abarca en el acervo cotidiano cualquier modo de organización estatal, muchos Estados de hoy no se clasifican como Estados-naciones. En una época en la que el Estado-nación está enfrentado a un proceso de debilitamiento, es necesario recordar los orígenes del concepto para comprender los procesos evolutivos en curso.

El Estado-nación se ha conformado en el transcurso de un proceso histórico que se inició en la alta Edad Media y desembocó a mediados del siglo XX, en el modo de organización de la colectividad nacional que conocemos en la actualidad. Para llegar al concepto y a las instituciones que sustentan este modo de organización fue necesario, en primer lugar, disociar las funciones que cumple el Estado, de las personas que ejercen el poder. Con la conformación del Estado moderno, se llegó progresivamente a la conciencia de que el orden político transcendía a las personas de los gobernantes. Así nació el Estado moderno, un Estado que no confunde las instituciones que lo conforman, con las personas que ocupan el poder, y que asume un conjunto de funciones en beneficio de la colectividad.

Paralelamente, fue conformándose el concepto de nación, entendido como la colectividad forjada por la Historia y determinada a compartir un futuro común, la cual es soberana y constituye la única fuente de legitimidad política. Esta conceptualización dio vida al Estado-nación a finales del siglo XVIII y fue el fruto del movimiento de ideas que se desencadenó con el Renacimiento y culminó en el Siglo de las Luces. Con ello se inició un proceso de estructuración institucional de las comunidades nacionales que se propagaría por toda Europa y el continente americano en el transcurso del siglo XIX, y se ampliaría a escala mundial en este siglo, con el acceso a la independencia de las antiguas colonias.

Con las ideas y los conceptos establecidos en el Siglo de las Luces y propagados por la Revolución Francesa, quedaron definidos todos los principios a partir de los cuales se edificarían los Estados-naciones durante los dos siglos siguientes: la percepción de la nación como la colectividad que reúne a todos los que comparten el mismo pasado y una visión común de su futuro; la definición de la nación como la colectividad regida por las mismas leyes y dirigida por el mismo gobierno; la afirmación de que la nación es soberana y única detentora de legitimidad política; y la afirmación de que la ley debe ser la expresión de la voluntad general y no puede existir gobierno legítimo fuera de las leyes de cada nación.

El Estado-nación, sin embargo, no fue solamente el fruto del movimiento de las ideas y la concientización de los pueblos --del Renacimiento hasta el Siglo de las Luces--, sino también el resultado de las luchas por el poder y de las confrontaciones sociales --desde la alta Edad Media hasta nuestros días--, de las cuales el propio Estado fue tanto objeto, como instrumento.

De la alianza entre la monarquía y la burguesía --nueva fuerza ascendente a finales de la Edad Media--, resultaron la eliminación del feudalismo y el nacimiento del Estado moderno en las sociedades más avanzadas de la Europa occidental. La burguesía, a su vez, tomó el poder y se separó de la Corona --como en las Provincias Unidas de Holanda, en el siglo XVII, o Estados Unidos tras la guerra de independencia--, controló la monarquía por la vía parlamentaria --en Inglaterra, a partir del siglo XVII--, o la derribó --en Francia con el estallido de la Revolución, a finales del siglo XVIII.

Desde el punto de vista socioeconómico, y retrospectivamente, la Revolución Francesa, con su cortejo de consecuencias a lo largo del siglo XIX, constituye una etapa clave en la historia del mundo contemporáneo, pues marca el acceso al poder de las burguesías nacionales y la reestructuración del Estado en función de los objetivos de aquella clase. Se puede afirmar que al concluir el siglo XIX, casi todas las burguesías nacionales controlaban el aparato del Estado, y que éste había sido reorganizado con el fin de responder a sus aspiraciones y a su proyecto económico. Con la revolución industrial, a finales del siglo XVIII y principios del XIX, este proyecto se ajustó a las características del nuevo contexto técnico-económico. Ya no se trataba entonces de producir e intercambiar mercancías, basándose en procesos artesanales o semi-industriales, sino de producir en gran escala, a partir de tecnologías nuevas, que requieren una fuerte acumulación de capital, la explotación de nuevas fuentes de energía y la movilización de una mano de obra abundante, aportada por el mundo rural. Se configuraron de este modo las industrias nacionales, al abrigo de dispositivos proteccionistas, así como espacios abiertos a las ambiciones y a las rivalidades comerciales, lo que traerá como consecuencia la creación de los imperios coloniales.

El siglo XIX, por lo tanto, se caracterizó por la hegemonía absoluta de la burguesía en los planos político, económico y social, a pesar de lo cual se generaron revueltas de la clase obrera y reacciones políticas en el ámbito de la sociedad. A principios del siglo XX y confrontado por las protestas sociales de amplias capas de la sociedad y el desafío de la Revolución Rusa, el Estado burgués represivo del siglo pasado tuvo que transformarse paulatinamente en Estado mediador y garante del bienestar en los llamados países de economía liberal, al mismo tiempo que la clase media asumía un protagonismo creciente en la vida política. En los llamados Estados socialistas se implantaron, paralelamente, nuevas formas de administración de la economía y de distribución de los bienes e ingresos. Bajo el impulso del partido único y del Estado, se generó una sociedad sin clases, enmarcada, sin embargo, por los aparatos del partido y del Estado.

Durante todo el proceso de su conformación y hasta el tercer cuarto del siglo XX, el Estado asumió un protagonismo creciente en la gestión de la economía y en la promoción del desarrollo. Entre los siglos XVI y XVIII, los Estados europeos de la costa atlántica desempeñaron un papel determinante en la conquista de nuevos territorios y en la promoción de vastos intercambios comerciales con el llamado Nuevo Continente y el Extremo Oriente. A partir del siglo XIX, con la revolución industrial, la función del Estado cambió: en Europa occidental asumió un papel decisivo en la modificación de los marcos legal e institucional y en la estructuración de nuevos espacios comerciales. Contrario a muchas ideas prevalecientes, la transformación del capitalismo mercantil en capitalismo industrial no modificó esencialmente el papel del Estado en relación con la economía, sino que sus formas de intervención fueron adaptándose a los nuevos requerimientos del proceso de acumulación.

Con la Revolución Rusa y la gran depresión económica de los años treinta, aparecieron nuevas dimensiones: al desafío planteado por la aparición de un modelo socioeconómico alternativo en la Unión Soviética se añadió, para los países de economía liberal, la necesidad de hallar respuestas a la grave crisis económica que azotó al sistema capitalista. Se indujeron así iniciativas como la del New Deal en Estados Unidos y el desarrollo del keynesianismo en la esfera de las políticas económicas. Dichos procesos convergieron, en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, en una intervención creciente del Estado en las economías nacionales, lo cual revistió la forma de un control directo del proceso de inversión y de reparto de bienes en las llamadas economías socialistas, y de una gestión indirecta en el proceso de crecimiento y desarrollo económico en las economías llamadas liberales.

El análisis de este proceso permite afirmar que el Estado siempre intervino en la esfera económica, aunque esta intervención revistió formas sensiblemente diferentes según las épocas y los sistemas económicos. Dichos procesos convergieron, en el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, en una intervención creciente del Estado en la economía que, sin revestir modalidades idénticas, buscó garantizar niveles de protección social y de acceso al bienestar significativamente mayores a los que el mundo había alcanzado en épocas anteriores. Se puede por lo tanto afirmar que el Estado de Bienestar en el mundo occidental y el Estado Tutelar en el llamado campo socialista lograron alcanzar un papel decisivo en la organización de la sociedad, en la promoción del desarrollo y en el arbitraje de los conflictos sociales; funciones todas desafiadas en la actualidad, como lo veremos a continuación.
 
Mercantilismo
Se denomina mercantilismo a un conjunto de ideas políticas o ideas económicas de gran pragmatismo que se desarrollaron durante los siglos XVI, XVII y la primera mitad del XVIII en Europa. Se caracterizó por una fuerte intervención del Estado en la economía, coincidente con el desarrollo del Absolutismo monárquico.
Consistió en una serie de medidas que se centraron en tres ámbitos: las relaciones entre el poder político y la actividad económica; la intervención del Estado en esta última; y el control de la moneda. Así, tendieron a la regulación estatal de la economía, la unificación del mercado interno, el crecimiento poblacional, el aumento de la producción propia -controlando recursos naturales y mercados, protegiendo la producción local de la competencia extranjera, subsidiando empresas privadas y creando monopolios privilegiados-, la imposición de aranceles a los productos extranjeros y el incremento de la oferta monetaria -mediante la prohibición de exportar metales preciosos y la acuñación inflacionaria-, siempre con vistas a la multiplicación de los ingresos fiscales. Estas actuaciones tuvieron como finalidad última la formación de Estados-nación lo más fuertes posible.
El mercantilismo entró en crisis a finales del siglo XVIII y prácticamente desapareció para mediados del XIX, ante la aparición de las nuevas teorías fisiócratas y liberales, las cuales ayudaron a Europa a recuperarse de la profunda crisis del siglo XVII y las catastróficas Guerras Revolucionarias Francesas.
Se denomina neomercantilismo a la periódica resurrección de estas prácticas e ideas.
El mercantilismo es el conjunto de ideas económicas que consideran que la prosperidad de una nación-estado depende del capital que pueda tener, y que el volumen global de comercio mundial es inalterable. El capital, que está representado por los metales preciosos que el estado tiene en su poder, se incrementa sobre todo mediante una balanza comercial positiva con otras naciones (o, lo que es lo mismo, que las exportaciones sean superiores a las importaciones). El mercantilismo sugiere que el gobierno dirigente de una nación debería buscar la consecución de esos objetivos mediante una política proteccionista sobre su economía, favoreciendo la exportación y desfavoreciendo la importación, sobre todo mediante la imposición de aranceles. La política económica basada en estas ideas a veces recibe el nombre de sistema mercantilista.
Los pensadores mercantilistas preconizan el desarrollo económico por medio del enriquecimiento de las naciones gracias al comercio exterior, lo que permite encontrar salida a los excedentes de la producción. El Estado adquiere un papel primordial en el desarrollo de la riqueza nacional, al adoptar políticas proteccionistas, y en particular estableciendo barreras arancelarias y medidas de apoyo a la exportación.
 
El mercantilismo como tal no es una corriente de pensamiento. Marca el final de la preeminencia de la ideología económica del cristianismo (la crematística), inspirada en Aristóteles y Platón, que rechazaba la acumulación de riquezas y los préstamos con interés (vinculados al pecado de usura). Esta nueva corriente económica surgió en una época en la que las monarquías deseaban disponer del máximo dinero posible para sus cuantiosos gastos. Las teorías mercantilistas buscaban satisfacer esa demanda, y desarrollaron una dialéctica basada en el enriquecimiento. Esta corriente se basaba en un sistema de análisis de los flujos económicos muy simplificado en el que, por ejemplo, no se tenía en cuenta el papel que desempeñaba el sistema social.
 
 

 

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